sábado, 22 de noviembre de 2014

Humanes 1min.




Apagamos las luces,
luces, hasta entonces intermitentes,
cual fluorescente frío,
cayó el telón de acero
y se rindió ante una casualidad desconocida,
pero extrañamente deseada,
campo de margaritas oscuro
que engalanó la noche desde su saludo,
grande no, enorme, descomunal,
de dimensiones inimaginables,
toneladas de belleza y feminidad
perfectamente integradas en un solo cuerpo,
una aparición instantánea,
como un pestañeo de 48 horas,
contrarreloj, pero priorizándola,
sin tiempo para pensar más allá,
solo viviendo esa apolineidad,
admirar el maravilloso paisaje,
aferrarse a sus curvas,
dejarse los cuerno en dibujarle una sonrisa,
y después,
precipitarse en el vacío lleno de sus ojos,
en su profundidad, su densidad,
sondeando su alma entre tubérculos fritos
y jugos de cebada helados que nunca fallan,
aunque entonces sólo eran meros actores secundarios,
casi espectadores, pues la acción estaba en sus palabras,
y sumergido en esa inmensidad...
¿quién necesitaba una realidad entonces cuando el Valhala estaba en ella?
¿quién querría volver habiendo aprendido a vivir delante de ese torniquete?

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